No hay escapatoria. Te despiertas en ese hotel que huele a moqueta lavada con colonia de recepcionista simpática, bajas al desayuno con la ilusión del viajero y te enfrentas, otra vez, al campo de batalla de los buffets impersonales. Huevos revueltos que llevan más tiempo ahí que la recepcionista. Fruta cortada en cubitos de primaria y bollería congelada que podría servir de alpargata en Semana Santa. Y aun así, sonríes. Porque el síndrome de Estocolmo del turista te obliga a decir que el desayuno estaba “muy completo”.
Pero no. No vamos a caer otra vez en la trampa del embutido plástico ni del café que recuerda vagamente a algo que fue molido en 2008. El mundo está lleno de desayunos que valen la pena. Y algunos, incluso, te despiertan de verdad.
Por ejemplo, en el Hotel Fika en Estocolmo, el desayuno es una oda a la mantequilla fermentada, al pan de centeno y a las sardinas en escabeche que dan sentido a la palabra “energía nórdica”. No es brunch. Es liturgia. Y si te parece raro desayunar arenques, recuerda que tú te metes un donut rosa industrial sin pestañear.
En el Hotel Brummell de Barcelona, la mañana empieza con café de especialidad, pan de masa madre de Cloudstreet Bakery y yogur natural con granola casera. Y una playlist que va de Caetano Veloso a James Blake, porque no estás en un hotel, estás en una revista de estilo de vida.
En el Gran Hotel Inglés de Madrid, el desayuno es más Hemingway: zumo de naranja recién exprimido, tostadas de pan de verdad (que crujen), mantequilla de Soria y huevos benedictinos que han leído a Oscar Wilde. Todo bajo lámparas art déco. Se desayuna como un señor que no tiene prisa por volver a la oficina.
Y entonces llegas a Atrio, en Cáceres, y el desayuno deja de ser desayuno para convertirse en una experiencia estética con final rico, rico. Porque allí, los croissants no son de mantequilla, son de sinfonía. Salen del horno justo antes de que tú entres en la sala, aún humeantes, aún crujientes, aún ellos mismos. La tortilla se derrama con dignidad, como una declaración de principios de alguien que sabe lo que hace. Y la fruta sabe a fruta, lo cual, hoy en día, es un milagro posmoderno.
Claro que al frente está Toño Pérez, y eso se nota hasta en el kiwi. Pero lo sublime viene después: el desayuno se sirve rodeado de obras de arte contemporáneo, como si Cándida Höfer, Thomas Ruff o Vik Muniz se hubieran sentado contigo a hablar de la textura del pan o la luz matinal sobre el tomate. De hecho, en el caso de Cándida Höfer, sí que lo hizo: su cámara ha inmortalizado Atrio, y su visión del espacio convive con tu zumo de naranja.
El café no es café. Es la metáfora de un despertar elegante. Porque allí uno desayuna con la calma de quien ya ha ganado el día.
Y además, te lo traen a la mesa. Sin correrías por el buffet. Sin miedo a que el niño de la 302 estornude sobre la piña.
Mientras tanto, en cualquier cadena internacional con nombre de perfume barato, la tostadora automática escupe pan como si estuviéramos en un bingo de extrarradio, y alguien pelea con unas lonchas de queso que sudan sospechosamente.
Al final, el buen desayuno de hotel es como un buen disco de los 70: bien producido, con alma, y sin relleno. Y sí, hay hoteles donde el desayuno está a la altura del check-in. Pero para eso, como para todo en la vida, hay que huir del buffet y buscar el bocado con banda sonora.
Porque si algo aprendimos del síndrome de Estocolmo es que hay que querer lo que nos atrapa. Pero con filtro nórdico, playlist soul, obras de arte firmadas y mantequilla con nombre propio.