El Retiro no es un parque. Es un manifiesto verde. Un país dentro del país donde caben todos: los runners con trauma escolar, los padres que empujan carritos como si llevaran una tesis dentro, las parejas que se besan sin haber discutido aún y los viudos de Cervantes que siguen leyendo en bancos, con bufanda, aunque haga sol.
Yo empiezo el paseo por el Palacio de Cristal, que parece diseñado por alguien que le tenía miedo a los muebles. Luego cruzo la rosaleda, que tiene más móviles que abejas, y sigo hacia la estatua del Ángel Caído, donde Lucifer se sienta, entre palomas y sombras, a mirar cómo ha terminado todo esto. Desde ahí ya se oye el murmullo de la Feria del Libro. Un zumbido noble, lleno de páginas, colas, y gente que todavía cree que una firma vale más que un ‘me gusta’.
Entre casetas y sombra de plátanos, aparece Andrés Sánchez Magro, impecable, taurino sin remedio, autor de Bares de España y ahora de Tabernas de Madrid, una guía sentimental y jurídica del trago con alma. Firma libros como quien reparte favores. Y seguro que, cuando acabe, se irá directo a Las Ventas, con la solapa subida y el capote de las palabras aún por doblar.
Más allá, Eva García Sáenz de Urturi firma novelas como si entregara reliquias, mientras sus lectores aguantan estoicos el calor con sonrisa de penitente. Blue Jeans posa con adolescentes que creen que el amor se escribe con post-its. Y Elísabet Benavent hace que media feria suspire y subraye frases que jamás repetirán en voz alta, pero llevarán grabadas en la piel. Todos firman. Todos leen. Aunque algunos solo se hagan la foto. Aunque lo único que hayan leído sea la etiqueta del bote de laca. Y si eso.
Pero no importa. Porque el papel resiste. El alma aún huele a tinta. Porque la Feria del Libro tiene algo de misa y algo de verbena, y ahí está su magia.
Libro en mano, yo me voy al aperitivo. Primero a Sanchís, donde el bacalao con tomate, de Carmen, sabe exactamente al de mi madre. Un guiso de esos que consuelan sin prometer nada.
Después, La Catapa. Clásico. Barra vibrante. Croquetas serias. Cocina sin impostura. Todo sabe a “sí”. Todo está lleno sin que moleste. En Rafa, miro el marisco con deseo, pero me rindo a su ensaladilla, que es como un poema bien editado: breve, sabroso y sin florituras.
Y en Triana, final perfecto para celíacos felices: pescaito frito, alegría crujiente, copa en mano y nadie preguntando si esto es “sin”. Porque allí se come. De verdad. Sin gluten y sin culpa.
El Retiro cierra despacio. Las casetas bajan la persiana. El Ángel Caído bosteza. Y yo me voy a casa con tinta en las manos, vermú en la voz, y la certeza de que aún hay domingos que se salvan. A golpe de libro, de barra, y de bacalao con tomate.
Y eso, señores, ya es bastante.