Hoy mi libro huele a pan recién hecho, sabe a vino del bueno y se mancha de grasa con alegría. Porque la literatura, como el turismo bien entendido, no se queda en la foto frente a la estatua de turno. La literatura se camina, se come, se bebe, se duerme mal en posadas con encanto y se digiere mejor con un ribera que con Google Maps. Vamos a ello. Cinco destinos literarios, donde uno se alimenta de algo más que adjetivos.
Lisboa: Pessoa con sardinas y vinho verde
Lisboa no es una ciudad. Es un poema con cuestas y tranvías. Uno puede sentarse en la Casa Fernando Pessoa y filosofar sobre la identidad, o puede bajar a Alfama, pedir sardinas asadas en Zé da Mouraria y acompañarlas con un vinho verde como Foral de Moncao Reserva, frío, como la soledad de Álvaro de Campos.
Aquí todo tiene ritmo de fado y de soneto. En la librería Bertrand, la más antigua del mundo, uno compra un libro con una copa de vino en la otra mano.
Y eso es civilización.
“Vivir es ser otro.” – Pessoa. Comer también.
Dublín: Joyce, ostras y Guinness
Aquí el turismo literario es religión y el Bloomsday su Semana Santa. Pero el verdadero Vía Crucis del placer está en sentarse en The Winding Stair, librería y restaurante con vistas al Liffey, y comerse unas ostras de Galway con una copa de vino blanco irlandés de Wicklow Way Wines, hecho con moras silvestres, no preguntes. Sí, Irlanda también hace vino. Y literatura desde antes de Cristo, o eso dicen ellos.
Si uno quiere recrear el desayuno de Leopold Bloom, que lo haga con riñones de cordero en The Woollen Mills, y después que se confiese, porque aquello era pecado capital.
Elizondo: Dolores Redondo, chocolate caliente y botillo gallego
Uno llega a Elizondo siguiendo los pasos de Amaia Salazar y lo primero que hace es entrar en Malkorra a por un chocolate con txantxigorri, porque el crimen se investiga mejor con azúcar en la sangre. La trilogía del Baztán huele a lluvia, a hoja seca, y a costillas de cordero.
Pero si hay algo que sorprende más que el giro final de una novela negra es que en Santxotena te sirvan un botillo gallego con txakoli espumoso de Getaria, podría ser Juanita. Todo muy noir, pero con vino blanco y grasa buena.
Cartagena: Carmen Conde, caldero y fondillón
La ciudad de las murallas, de los romanos y de Carmen Conde, primera mujer en la RAE, tiene mar y memoria. En La Catedral se sirve pescado, tan fresco que casi te saluda en el plato. Su atún con sésamo y parmentier, es como si fuera un poema en tres actos. Y si te gusta mirar al pasado como Conde, acompáñalo con una copa de fondillón al final.
Cartagena no se recorre, se recita.
Y se come. Porque sin hambre no hay verso.
Praga: Kafka, gulash y vino de Moravia
Kafka nunca fue tan kafkiano como el menú del Mlejnice, donde el gulash lo sirven en pan. Te lo comes y te estás comiendo Europa del Este, con toda su historia y su hambre.
¿Vino? Vino de Moravia, por supuesto. Un Veltlínské zelené (grüner veltliner checo) que no sabías que existía, pero que combina con la angustia existencial como la cerveza con la salchicha.
Aquí todo es barroco, y todo es literatura. Y lo importante no es entender a Kafka, sino digerirlo bien.
Estos no son destinos. Son capítulos. Lugares donde el hambre no solo se mata con comida, sino con párrafos. Donde el vino no solo armoniza con la carne, sino con el personaje. Aquí uno no viaja, sino que entra en el libro por la página 73, donde todo empieza a ponerse interesante.
Porque el turismo literario no se hace con audioguías. Se hace con servilletas manchadas, botellas vacías y primeras ediciones subrayadas.
Brindemos, pues. Y sigamos leyendo.