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Bendita playa

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Hablemos de la playa. De esa patria veraniega donde todos fingimos vacaciones, pero en realidad asistimos a un circo sin carpa. La playa como teatro de lo absurdo, donde se representan dramas familiares bajo sombrillas inclinadas y epopeyas de crema solar en la frente. España entera,derretida, playera y gritona, convertida en performance popular con olor a aftersun y a fritanga.

Ya no hay clases. En la arena, el que no grita, pita. El que no juega a las palas, se come las pelotas. Y el que no tiene sombrilla, la roba con los ojos. Antes, las sombrillas eran de Mahou, y venían con su neverita a juego, roja, brillante, con logos de cerveza y tortilla de patata envuelta en papel albal. Eran tiempos sencillos, de sombra compartida y silencio respetado. Ahora, las sombrillas vienen con altavoces, parlantes, hijos hiperactivos y carpas rave. La sombra no se da, se conquista.

Porque ir a la playa ya no es tumbarse. Es sobrevivir. La arena quema, el aire zumba de abanicos y los cuerpos anchoa reptan entre toallas y chanclas como si buscaran la libertad entre las piernas ajenas. Los hay que juegan al vóley sobre tu novela de verano, con la elegancia de un pelícano borracho. Los hay que se duchan con la botella de Solán de Cabras. Y los hay que confunden el chiringuito con Pacha Ibiza, sin saber que el reguetón a las doce del mediodía debería estar prohibido por decreto.

Yo echo de menos los vendedores de toallas que ofrecieran, además, tapones para los oídos. Porque uno puede tolerar el olor a sardinas y el niño que llora, pero no el remix del verano mezclado con gritos de “¡papá, mírame, que me tiro otra vez!”.

Las sombrillas son un horóscopo. El que lleva sombrilla azul marino es un estoico. El que planta una de flecos florales, un dandi. El que levanta una carpa tipo boda gitana viene a quedarse tres semanas. El que no lleva nada es extranjero o tiene insensibilidad térmica. Y luego están los del toldo del Decathlon: gente seria, que ha madrugado, que ha hecho croquetas la noche anterior. Merecen un respeto y un premio.

La playa también es un desfile. De neveras con ruedas, de sillas con portavasos, de gorras con mensajes absurdos. De cuerpos. Cuerpos reales, cuerpos desobedientes, cuerpos anchoa que se escurren entre las sombrillas como si fueran al rescate de algo. Pero no. Solo están huyendo de sí mismos y del calor.

Y sin embargo, la playa sigue siendo una promesa. De descanso, de salitre, de libertad descalza. Hay chiringuitos que salvan el honor nacional. En Valencia, La Cangreja ofrece ceviche y sombra. En Málaga, los Baños del Carmen hacen que el espeto sepa a poesía. Y en Tarifa, El Tumbao sirve atún rojo mientras el levante despeina cualquier esperanza.

Quería hablar de la playa porque en la playa está España. Está el que se cree socorrista, el que lleva hielo como si fuera oro, el que no se moja ni los tobillos pero ya se ha hecho 28 selfies. Está el paisaje imposible de sombrillas coloristas que parecen una paleta de Miró desordenada. Y está también el silencio de cuando cae el sol, y solo queda el crujir de las bolsas, el arrastre de chanclas y el niño dormido con una galleta en la mano.

La playa es ruido y también es himno. Es caos y comunión. Es el único lugar donde todos compartimos lo mismo: arena en el bañador, sudor en la frente y la sospecha de que en realidad, esto es el paraíso.

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