Lo diré con servilleta de lino y bisté de rubia gallega: hemos confundido el menú con la metáfora. En el país del chuletón y la foto en Instagram, pocos saben qué mastican. Pero en San Sebastián Gastronomika 2025, los de Discarlux vinieron a recordarlo con cuchillo, fuego y verdad.
El buey gallego: el músculo del tiempo
El Palacio Kursaal olía a grasa noble y madera. En un rincón, los lomos del buey rubio gallego descansaban como si fuesen reliquias.
Y lo eran. Machos castrados, viejos (más de 48 meses), lentos. Carne que no necesita apellidos porque ya tiene historia.
Gordon Ramsay lo dijo —y esta vez tenía razón—: “La mejor carne del mundo es la gallega.”
No por marketing, sino por memoria.
El buey gallego no se cría; se acompaña. Vive años pastando, siente la lluvia y el humo de las brañas. Su grasa amarilla no es defecto, es biografía. Por eso su chuleta no es una comida: es una sobremesa que habla sola.
En Galicia incluso hay apellido con sello europeo: IGP Vaca Gallega / Buey Gallego, reconocida por la UE. Protege origen y trazabilidad. Es una vacuna contra el cuento chino del “buey” de ocasión.
Wagyū, Kobe y los otros cuentos
Frente al buey, el wagyū japonés se presentó con su mármol imposible. Carne con más grasa que pecado. Suave, perfecta, casi irreal.
Pero no todo lo que dice “Kobe” lo es: solo la raza Tajima, nacida y criada en la prefectura de Hyōgo, con certificado en mano, puede llevar ese nombre. Lo demás es cruza, copia o devoción.
En San Sebastián se cató wagyū certificado de Kobe y también el Ushido, de otras prefecturas niponas.
Una lección de matices: donde el wagyū seduce con mantequilla, el buey gallego convence con músculo.
Uno canta jazz en Tokio; el otro, gaita en Lugo.
Vaca vieja: la memoria hecha grasa
Y luego está la vaca vieja, la que ha trabajado, parido y visto pasar los inviernos.
Su carne no busca ternura: ofrece carácter.
Cuando además pasa por maduración larga, el milagro ocurre: el agua se va, la fibra se afina, el sabor se concentra.
La vaca vieja madurada no es un filete: es un fósil de placer.
Los visitantes probaban brioche de solomillo, cecina de Angus, bikini de sobrasada con scamorza y embutidos de su nueva marca, BAKA, con grasa infiltrada y descaro gourmet.
Todo armonizado con sidra Saizar y txakoli Ameztoi, para que Galicia y Euskadi brindaran a dos voces.
Carlos Ronda, uno de los directores de Discarlux, lo resume sin poesía pero con verdad:
“Solo las carnes de mayor calidad pueden unirse a la exigente cocina vasca.”
Y lo hace desde la empresa que tiene el mayor número de lomos madurando del mundo —más de 4.000—, una catedral de paciencia carnívora.
Tradición y regeneración: lo que arde y lo que queda
El discurso no era solo gastronómico.
Galicia viene de arder —más de 158.000 hectáreas calcinadas en 2024, según datos europeos— y el ganado aún busca pastos donde antes había verde.
Ronda no habla de negocio, sino de reconstrucción:
“Ahora más que nunca debemos acompañar al pequeño productor en el proceso de regeneración del campo gallego.”
Por eso Discarlux impulsa la ganadería regenerativa, que devuelve la vida al suelo y dignifica al animal.
No se trata de moda eco, sino de supervivencia rural.
De mirar atrás para no repetir los mismos errores.
El fuego como verdad
Al final, todo se resume en la parrilla. En el Campeonato Nacional de Parrilla, Discarlux compitió junto al Asador Olivi (Grupo Saizar), como si la carne fuera un idioma común.
Y lo es: cuando el hierro canta, desaparecen los mapas.
El buey gallego, la vaca vieja y el wagyū japonés son tres maneras de entender la paciencia.
Uno nace del frío atlántico, otro del trabajo, otro del ritual.
Tres carnes, tres acentos, un mismo idioma: el de la verdad bien cocinada.








