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Celíaco y Rock and Roll, donde comer sin morir en el intento

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El celíaco es el metalero de la gastronomía. Incomprendido, ninguneado, expulsado del paraíso del croissant. No puede comer empanadillas, no puede mojar pan en la yema, no puede, a veces, ni entrar en una panadería sin que se le empañen las gafas, como a Slash en un asador. Y encima le dicen “no parece tan grave”.

Claro. Como el primer disco de Iron Maiden tampoco parecía tan grave y luego cambió el mundo.

Pero hay esperanza. Hay pan sin gluten que no parece esponja de lavabo. Hay restaurantes donde no te miran como si pidieras ketchup en el DiverXO. Y hay heavy metal. Porque si hay algo más potente que un bizcocho sin gluten que sube, es un riff de Judas Priest a todo trapo.

Triana, gluten free y con alma

Empezamos por Triana, en Narvaez (Madrid). Aquí todo es sin gluten y todo está buenísimo. La fritura de pescado te mira como Lemmy desde el infierno y te dice: “Ven a por mí”. Las croquetas crujen como un buen solo de guitarra en directo. Y no, no te clavan por un arroz meloso de carabinero, como si fuera una edición limitada de Metallica.

Triana es como un concierto de AC/DC: clásico, sólido, siempre funciona. No hay trampa, ni pan de gomaespuma. Aquí el pan es pan. Sin trigo, pero con dignidad. Comer en Triana es como escuchar “Back in Black”: sin artificios, pero con pegada.

El Reloj de Harry & Sally, que suene la campana (de Hells Bells)

Otro templo celíaco en Madrid es El Reloj de Harry and Sally, en pleno centro de la capital. Aquí entras y todo suena a rock sureño, pero sin harina de trigo. El “Mar y montaña”, pastrami artesano, con salsa tonnato y alcaparrones, es de llorar de emoción. Y con pan que no se deshace al tercer mordisco. La Panacotta de lima y pimienta rosa es un pecado, pero sin gluten ni remordimientos. Este sitio es como “Sweet Child O’ Mine”, pero con queso fundido. Lo amas, lo repites, lo tarareas y te pringas.

Maná, pero sin moqueta y sin gluten

En Valencia, Celiacruz es como un festival de verano para los celíacos. Todo sin gluten, todo casero y todo con actitud. Hay napolitanas que no parecen sacadas de un kit de ciencias, focaccias que podrían firmar los Foo Fighters y tartas que harían llorar de felicidad a Ozzy Osbourne. Aquí se respeta al comensal como a una estrella del rock: sin letra pequeña y con rider sin gluten.

El trato es tan cálido como una balada de Scorpions y el producto es de verdad. Porque si vas a vivir sin trigo, que al menos te dejen vivir bien. Esto no es una dieta, es una gira mundial.

La Goyosa, cocina sin traiciones

En Huesca, en pleno corazón de Aragón, está La Goyosa. Cocina sin gluten de autor, elegante, pero sin perder el alma. Aquí no hay postureo, hay técnica. Es como escuchar Wish I Had An Angel de Nightwish: complejo, pero emocional. Cada plato es un disco conceptual.

La paletilla de cordero, con puré de trufa y pimiento de Lodosa, podría estar en la portada del Rolling Stone, si el Rolling Stone hablara de comida. Aquí no hay trampa, ni cartón, ni migas sospechosas. Solo gastronomía sin concesiones.

La jaula de Grillos, Hamburguesas y rock  

La jaula de Grillos, es punk zaragozano, con corazón celíaco. Aquí no se anda con rodeos: pizzas de masa fina, hamburguesas, y comida que no suena a hospital. La tarta calentica de chocolate negro es más contundente que un bajo de Motörhead.

My Fucking Restaurant, Barcelona lo peta

Barcelona también tiene su riff sin gluten. En My Fucking Restaurant, todo está afinado en tono grave. Mezcla las raíces del norte y del sur de Italia con el estilo catalán, como el que haría tu nona metalera. No juegan a ser “como los demás”: son diferentes. Porque aquí la masa es una declaración de intenciones y la repostería se come con los ojos, el alma y la cuchara.

Es un lugar donde los celíacos no piden permiso. Mandan. Como Aeromith en el escenario. Y si pides pizza, te dan rock&roll. Así, sin florituras.

Panacea, Sevilla, de tapas 

En Sevilla, Panacea reivindica lo más difícil: la buena tapa. Croquetas de jamón, revuelto de setas y langostinos y pan de la casa. Aquí la celiaquía no es un obstáculo. Y el ambiente es tan amigable como un backstage sin egos. Es un local sin miedo al qué dirán y con muchas ganas de hacer ruido, aunque sea de picoteo.

Fartuquín, Asturias sin concesiones (ni harina)

En Oviedo, Fartuquín no hace versiones. Aquí todo es original, potente y apto para celíacos. Es como un disco de Led Zeppelin: cada plato está pensado al milímetro, pero se siente con las tripas.

Los callos son épicos, con pan que no se desmigaja, para pringar; como una banda indie en su segundo álbum. Sus fritos de Pixin son tan sabrosos que parecen pensadas por un chef con camiseta de Slayer. Y la carta de postres es para ovacionar de pie, como en un bis de Iron Maiden en el Palacio de los Deportes.

Fartuquín no es un “restaurante para celíacos”, es un restaurante cojonudo que además piensa en los celíacos. Y eso, amigos míos, es el verdadero metal.

Ser celíaco no es una moda, ni una manía, ni una exageración. Es vivir en una gira mundial sin camerino propio. Pero estos restaurantes son como salas míticas donde el sonido es limpio, el trato es honesto y el pan… ¡el pan no se desintegra como un grupo en crisis!

Comer bien y sin gluten no debería ser una excepción, sino el bis obligatorio. Y si encima lo haces con AC/DC de fondo y una croqueta que suena a directo en el Wizink, mejor que mejor.

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