Y de la suya, caballero, que tiene cara de haber bebido poco y vivido menos. España no se entiende sin el bar, sin la copa, sin la conversación que se derrama con más verdad que la misa del domingo. Y, sin embargo, ustedes insisten en beber ginebras suecas y whiskies de película mala, como si el alma española no destilara lo suyo.
Porque en este país se destila. Y se destila bien.
Yo he olido más vida en un brandy de Jerez que en todos los perfumes de Dior. He escuchado más verdades a las cuatro de la tarde con un vermut, que en todas las ruedas de prensa del Parlamento.
El brandy, por ejemplo, es un bolero con corbata.
Una copa de Lepanto y ya no hace falta madre, ni patria, ni partido. Te la tomas solo, pero contigo mismo, que es el mejor acompañante. El brandy huele a padre en bata, a biblioteca cerrada, a domingo sin prisa. Y si es el Tres Mil Botellas, se puede llorar sin vergüenza, con música de Julio Iglesias de fondo.
Luego están los modernos. Los que se ponen colonia de mango y beben ginebra con pepino. Pero también hay ginebras españolas que saben a mujer fatal. Nordés, por ejemplo, no es gallega: es galleguiña, insinuante, fresca, con acento de mar y ojos de meiga. Y la GINRAW, barcelonesa y arquitectónica, te acaricia como si fueras un turista con cartera gorda. Las buenas ginebras no se mezclan, se ligan. Como las verdades.
Y el whisky, amigos, también se hace aquí.
Seguro que ustedes creen que el whisky solo nace entre gaitas y niebla. Pero no es así. Aquí tenemos a Sir John Moore, el whisky de malta, que junto a su hermano Complvto, son más castizos que un chotis en San Isidro. Y Nomad, que viaja de Escocia a Jerez como un exiliado que aprendió a bailar flamenco. Bébanselo para maldecir con estilo, y para brindar sobre la vida también.
El vermut, en cambio, es el amor.
Un amor de esos que no piden explicaciones ni devuelven las llaves. Se bebe con gafas de sol, en terraza, y con el corazón ligeramente roto. El vermut te dice “aquí estoy”, como una ex bien peinada. Bocamanga, rojo y barricado, es un vermut con barriga, con experiencia, con voz de cantante de orquesta. Lustau, elegante, como un político culto antes de corromperse.
Y si ustedes están hartos del mundo, el orujo es la madre que les falta.
El orujo no consuela, corrige. Es una bofetada cariñosa de abuela gallega. Panizo, clásico. El Afilador, con nombre de tragedia y alma de feria ambulante. Con orujo no se brindan promesas, se escupen verdades.
Y hay ron, también. Aunque no lo vean.
Ron Aldea, canario y volcánico. Ron Montero, granadino como un poema místico.
Aquí no hay palmeras ni cocos. Aquí hay hombres que sudan, caña que canta y botellas con historia. Este ron no se baila. Se respeta.
Porque en este país se bebe mejor de lo que se gobierna.
Y si no saben qué pedir, pidan consejo. Si no saben qué decir, digan salud. Y si no saben vivir, acérquense a una barra española, pidan una copa de destilado nacional, y escuchen. Aquí el camarero es más sabio que Aristóteles.