España es ese país que un lunes desentierra a un muerto del Neolítico con una flecha clavada en la espalda. El true crime prehistórico, que dirían en Netflix. El martes lanza un satélite con nombre de aerolínea low cost. Lo han llamado SpainSat II, y cuesta 1.400 millones de euros. No tiene playlist ni WiFi, pero nos permite mirar el mundo desde arriba. Dicen que es el primer satélite español al que la OTAN llama “cariño”, aunque no está claro si eso es un dato técnico o una metáfora de los telediarios.
Mientras tanto, aquí abajo, julio se nos ha convertido en una tómbola de celebraciones. Se nos acumulan los días internacionales como se nos acumulan los tápers en la nevera del verano. Mal cerrados, con fecha dudosa y envueltos en entusiasmo. Esta semana coincide el Día Mundial del Emoji, el Día del Amigo, el del Rock, del Ajedrez, de la Piruleta, de la Luna, de la Torta, y sí, también del Director de Orquesta. Solo falta el Día del Que No Puede Más Con Tanto Día. Aunque, seamos sinceros, todos lo estamos celebrando en silencio desde hace tiempo.
El emoji, ese jeroglífico moderno con alma de tatuaje low cost, cumple años el 17 de julio. Y lo hace porque su icono de calendario, 📅, lleva esa fecha incrustada como un tatuaje mal hecho pero insólitamente constante. El mundo lo celebra con entusiasmo tuitero, stories con fueguitos y reflexiones en hilos de gente que dice cosas como “el emoji es el nuevo lenguaje del alma”. Pero cuidado, no todo son caritas felices: hay emojis en peligro de extinción. El 👌 y el 😳 están cayendo en desgracia, desplazados por el 🫶 (gesto de comunión hipster) y el 💀, que representa tanto la risa extrema como el colapso del sistema nervioso central. El apocalipsis, si llega, será en forma de sticker.
El rock también celebra lo suyo, como puede. Ya no grita, no muerde, no destroza habitaciones de hotel: el rock ahora envejece en festivales patrocinados por bancos y se transforma en vino biodinámico con nombres de discos. Pero ahí sigue, como ese amigo de la adolescencia que te recuerda que alguna vez fuiste salvaje. El rock es el tipo que te sube el volumen cuando tú solo querías silencio. Y bendito sea.
En paralelo, la ciencia hace lo suyo: los microbios intestinales empiezan a comerse los PFAS, esos químicos eternos que sobreviven a todo, incluso al Brexit. En Marte han aparecido ríos, mientras aquí seguimos peleándonos por una botella de Bezoya en el Mercadona como si no existiera el gazpacho. En el otro extremo del sistema solar, Estados Unidos organiza maniobras militares espaciales que suenan a ginebra boutique, Resolute Space, Europa lanza satélites como quien lanza indirectas en LinkedIn, y Filipinas y Japón se intercambian destructores como cromos de Panini. El mundo está más revuelto que un daiquirí, que a propósito celebra su día en Cuba el 19.
Y en este marco cósmico-piruletil, el ajedrez pide sitio y homenaje anual. Lo celebran los tres rusos que lo entienden, Magnus Carlsen en bata, y ese niño de Uzbekistán que te gana desde un móvil en el tren mientras come galletas. El resto fingimos que sabemos lo que es un gambito. Y perdemos. Como siempre.
Y ahora, pausa: hablemos del director de orquesta. Porque también le han dado su día. Y bien merecido. Es el DJ de las sinfonías, el coreógrafo del caos. Ese que pelea con los egos de los músicos. El tipo que hace que todo suene a gloria aunque por dentro esté gritando.
Y mientras celebramos el Día del Amigo enviando un gif de una piña abrazando a otra, se nos cuelan más efemérides como si el calendario lo llevara un community manager pasado de café. Porque aquí no se para. El 13 de julio, Bélgica rindió homenaje a sus papas fritas: crujientes, doradas, más serias que algunos ministros. El 14, Francia brindó con Gran Marnier mientras Italia celebraba los macarrones con queso como si fueran patrimonio nacional (aunque todos sabemos que eso no lo firmaría ni una nonna ciega). El 15 fue directamente un fiestón digestivo: pollo a la naranja, gusanos Gummi en Alemania, y pudín de tapioca para cerrar el menú con textura de traición.
El 16, Estados Unidos se puso patriótico con el Día del Perro Caliente. Y el 17, mientras tú celebrabas emojis, ellos sacaban el helado de melocotón: sabor suave, nombre de grupo indie. El 18 llegó con caviar ruso y caramelo agrio, esa dualidad que lo mismo te seduce que te destroza el paladar. Pero el clímax llega el 20 de julio, jornada de azúcar y sinsentido puro. Ese día, atención, es a la vez el Día Internacional de la Torta, el Día Nacional del Helado, del Helado con Refresco, de la Galleta de la Fortuna y de la Piruleta. Si no te ha subido el azúcar solo de leerlo, te falta calle.
Es el día perfecto para sentarse en la terraza, copa en mano, abanico en otra, y dejar que la galleta de la fortuna te diga lo que ya sabes: que estás celebrando cosas que no entiendes, pero que te sientan de maravilla.
España, en resumen, excava muertos con flechas, lanza satélites con nombre de tapa, celebra emojis con fervor, rinde tributo al rock sin guitarra, y lo endulza todo con piruletas internacionales, helado de melocotón, daiquiris cubanos y una torta bien dada. No es un país, es una verbena geoestratégica con banda sonora de meme y banda de música dirigida por un chef de orquesta sin partitura.
Y yo, como siempre, quería hablar de mi helado.
Y esta vez, por favor, que sea de melocotón, con topping de sarcasmo y cuchara de plata.