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Esto se llamaba María con G (porque yo me llamo María Giménez… con G)

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Yo siempre lo he dicho, desde el principio: me llamo María Giménez, con G. Porque luego te ponen Jiménez, o te quitan el acento, o te confunden con la folclórica, y ya no eres tú. Así que cuando me dio por sacar una revista sobre el buen vivir —vino, pan, cultura, esas cosas que hacen que la vida tenga sábado— le puse lo que tenía más a mano: mi nombre. “MaríaconG”. Muy lógico, muy de persona que se presenta: “hola, soy yo”.

Y resulta que no. Que había un sitio, en Roma nada menos, donde alguien ha pensado: “esto de ‘María’ ya lo tenemos”. Y ahí está la gracia del asunto: a mí me llamaron María porque había que llamarse María, y ahora me dicen que no puedo llamar María a mi revista porque ya hay una María. Es un bucle muy español: la niña bautizada María por obligación eclesial que, de mayor, tiene que quitarse el María por obligación eclesial-administrativa. Berlanga lo rueda, y todos aplaudimos.

No voy a hacer drama, porque esto no es un entierro. No se ha roto mi capacidad de escribir; lo que se ha roto es el rótulo. Es como cuando te cambias de piso, pero te llevas los libros, los vasos buenos y la lámpara del salón. Aquí el salón soy yo. Sigo con mis artículos, sigo probando vino, sigo hablando de cultura y de la gente que cocina. Lo que no puedo es poner en la puerta “María con G” si es una revista, o un podcast, o cualquier cosa que suene a comunicación. Eso, dicen en Roma, se parece demasiado a otra María más alta, más institucional, más de antena.

La explicación oficial es deliciosa: que la gente puede confundirse. Que verá “María” y pensará automáticamente en la radio religiosa mundial, y no en una señora de Madrid explicando cómo se hace un vermut serio. A mí me fascina la fe que tienen en la confusión del público. Como si no supiéramos distinguir una homilía de una cata. Como si un logo con botellas y risas pudiera pasar por una antena vaticana. Pero bueno: así está escrito y cuando lo dice Roma, una toma nota.

Y aquí viene el gag final: además lo pago yo. Es decir, además de que me dicen “ese nombre no lo puedes usar para tu revista”, tengo que pagar las costas de todo este numerito: su abogado, su representación, el juiciecito administrativo por mi propio nombre. O sea: te quitan el cartel de la puerta y te cobran la mano de obra. Es un modelo de negocio precioso.

Yo, que soy de Biblia aplicada a la vida cotidiana, lo veo clarísimo: esto es David contra Goliat, pero con mejor peluquería. David ahora lleva bob y pide un vino canario, pero sigue siendo David (María). El gigante, en cambio, sigue siendo gigante: con sus sellos, sus registros internacionales y sus “esto no”. Y una, que es educada y no tiene las armas bíblicas, dice: “vale, pero lo voy a contar”. Porque lo importante aquí no es solo que me cambien el nombre; lo importante es dejar claro que era mi nombre, y que encima he tenido que pagar la ronda, para que me dijeran que no.

Que yo no estaba intentando robar nada. Estaba haciendo lo que hacemos todas las Marías de España desde niñas, que es decir: “María… la otra, la de la G.” Ese “con G” no era un adorno, era mi DNI hablado. Era la forma de decir “soy esta María, no la de al lado”. Era mi manera de entrar en la conversación.

Y, por si alguien quiere completar el cuadro surrealista: me dejan hacer bolsos, pendientes e incluso un vino que se llame “María con G”. Eso sí. Puedo imprimirlo en una tote bag, puedo grabarlo en una copa pero no puedo ponerlo en una revista, por muy pequeña que sea. El sistema considera menos peligroso que yo embotelle “María con G” que que la escriba. Kafka tomando notas, insisto.

Así que sí: esta etapa se llamaba “María con G”. A partir de ahora será de otra forma. Pero que conste en acta que esto empezó con mi nombre y no por marketing, sino por identidad. Que cada vez que yo escribía estaba diciendo: “hola, soy María, con G, y hoy te voy a contar una historia”.

¿Que no voy a seguir con la revista? No. Porque vivir cambiando la placa es una locura, y pagando las copas, más todavía. Pero sí voy a seguir escribiendo. Y voy a seguir trabajando para quien quiera que le cuente su historia de otra manera. Y voy a seguir en LinkedIn, en Instagram y, atención, le tendré que hacer más caso a TikTok. No será exactamente lo mismo, pero el mundo no se acaba por una María más o menos, aunque sea con G.

Queda dicho: los nombres me los pueden tocar; el tono, no.

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