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Turismo sostenible y de cercanía: perder trenes y ganar historias

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Hablar de trenes en España es como hablar de paraguas en Londres: necesario, inevitable y con goteras. Se paran, se retrasan, se disculpan por megafonía con una voz que parece sacada de Fleabag. Y aun así seguimos viajando. El turismo sostenible y de cercanía no depende de horarios suizos ni de puntualidad británica. Depende de esa fe absurda de que lo cercano tiene más alma que lo lejano, aunque el convoy se quede varado en mitad del campo.

El viaje de cercanía empieza con un gesto: no facturar maleta, no mirar vuelos baratos a las cuatro de la mañana, no soportar al turista de chancla y calcetín que se queja del precio del bocadillo en el aeropuerto. Aquí se viaja con mochila ligera, con botella reutilizable, con la certeza de que un menú de doce euros en un pueblo vale más que todos los brunches de la capital. Lo sostenible no está en la etiqueta, está en la experiencia de pedir un vino de la casa y que el camarero responda: “el que hay, y está bueno”.

La Sierra de la Demanda se viste de dorado en otoño. Los árboles arden sin fuego, las iglesias románicas te miran como si llevaran siglos esperando tu visita, y las casas rurales huelen a leña y sopa caliente. Allí, por cuarenta y cinco euros la noche, duermes mejor que en un hotel de cinco estrellas con lobby de mármol. Los Pueblos Blancos de Andalucía, por su parte, blanquean paredes desde mucho antes de que existiera el “total white look”. Grazalema, Zahara, Setenil: cada uno parece inventado para Instagram, pero sin filtro. Y en el plato, queso payoyo y vino tinto. Todo por menos de lo que cuesta un cóctel en una azotea de moda.

Más al este, las Terres de l’Ebre te reciben con arrozales que parecen dibujados por Miyazaki y pájaros que hacen más ruido que cualquier tertuliano. Llegas en tren hasta Tortosa y, si la Renfe se apiada de ti, acabas pedaleando por una vía verde entre arrozales y agua quieta. Dormir en una eco-casa cuesta cincuenta euros y la experiencia no tiene precio, salvo el de los mosquitos, que pican sin pedir reseña. Extremadura rural te espera con talleres de artesanía, rutas de aves y vino de la tierra servido en vasos gruesos de bar. Un fin de semana completo puede salir por ciento sesenta euros, lo que viene siendo menos que tu factura de luz en noviembre.

El slow travel lo llaman ahora. Antes se llamaba “ir al pueblo”. La diferencia es que ahora pagamos con tarjeta, subimos fotos con hashtags y hablamos de huella de carbono. Pero, en el fondo, sigue siendo lo mismo. Dejar que la vida te alcance andando, en bici, en coche compartido o en bus eléctrico. Mientras medio país corre hacia la T4 como extras de The Walking Dead, tú levantas la vista del móvil y descubres que el campo también existe.

El turismo sostenible y de cercanía no es postureo, es volver con barro en las botas, miel en la mochila y un vino servido sin etiqueta. Es escuchar historias del vecino que no tiene perfil en redes pero sí memoria. Es entender que puedes perder un tren, sí, pero no perderás el viaje. Y al final, la única puntualidad que importa es la del vaso servido a la hora justa de la sobremesa.

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