En Francia, país de médicos que recetan croissants y de filósofos que se emborrachan con Voltaire, hay hospitales con viñas. Y no unas viñas cualquiera, no. Grand Crus que curan penas, Rieslings que reaniman y Pinot Noirs que quitan el hipo y la hipocondría. Porque mientras en otros países los hospitales huelen a cloro y a derrota, en Francia huelen a barrica.
Todo empezó, como todo en Francia, con una mezcla de caridad, cálculo y buen beber. Año 1443. Nicolás Rolin, canciller del Duque de Borgoña, funda los Hospices de Beaune. Un hospital para pobres… pero con cúpulas flamígeras y donaciones en hectáreas de viñedo. ¿Qué parte no entendieron los demás países? Desde entonces, cada copa servida ayuda a financiar camas, bisturís y médicos que, de vez en cuando, también brindan.
Hoy, los Hospices cultivan 60 hectáreas de Premier y Grand Cru, como quien cultiva recetas en el pasillo de Urgencias. Se producen vinos con apellido y suben a subasta cada noviembre como si fuesen Picassos líquidos. En la última edición se recaudaron 25 millones de euros. Lo suficiente para construir otro hospital entero, con bata blanca y bodega integrada.
¿El secreto? El tiempo. Y una directora técnica que se llama Ludivine Griveau, que suena a heroína de novela romántica con botas de vendimiadora. Desde que ella manda, el vino es ecológico, elegante y algo feminista. Como debe ser. Porque ¿qué mejor terapia que beber algo que ha dormido en barrica con conciencia de clase?
Pero Beaune no está sola.
En Estrasburgo, debajo del hospital civil hay una bodega subterránea del siglo XIV. Aquí las uvas se transforman en Gewurztraminer, Riesling o Muscat mientras los enfermos se curan y los doctores suspiran. Los más afortunados reciben flores. Los más afortunados todavía, una caja de seis botellas.
En Auxerre, el hospital cultiva su propio viñedo, el Clos de la Chaînette, como quien riega el jardín del alma. Es una AOC Bourgogne, claro. Porque si vas a hacer terapia ocupacional, que sea con denominación de origen. Y en Dijon, el CHU tiene 23 hectáreas de viñedo en la Côte de Nuits. Sí, allí donde los vinos valen más que el equipamiento de una UCI.
Y eso no es todo. Hay al menos 18 hospitales franceses con viñas propias. Unos más grandes, otros más discretos, pero todos con la misma idea: que la salud no está solo en el bisturí ni en la radiografía, sino también en una buena garnacha servida con dignidad. Que se puede curar con pastillas, sí, pero también con un vino honesto que hable de su tierra, no de sus taninos.
¿Filantropía o filoxera bien gestionada?
Algunos dirán que esto es puro marketing con estetoscopio. Pero cuidado: el vino de hospital francés no es souvenir, ni fotomatón de Instagram. Se vendimia a mano, se cría en silencio, se subasta con ceremonia. Y cada euro recaudado tiene dirección: mejorar hospitales, reformar quirófanos, pagar camas, financiar investigaciones. Mientras aquí recortamos en ibuprofenos, en Borgoña venden barricas para pagar quirófanos. Salud.
Por eso no es raro que el nuevo hospital de Beaune, previsto para 2028, se financie en parte con lo recaudado en subastas vinícolas. Porque en Francia, cuando uno se cae, lo levantan con un bisturí en una mano y una copa de Pommard en la otra. Y eso, señores, no es solo medicina. Es arte.
Decía un sabio que “el vino no cura, pero acompaña”. En Francia, directamente financia. A veces uno no sabe si está en un hospital o en una cata vertical. Y eso es lo bonito. Que cuando el mundo va deprisa, hay sitios donde aún se cree que el tiempo y la tierra tienen algo que decir. Aunque sea desde un quirófano.