Madrid, esa ciudad literaria y sonámbula, tiene bares que nunca cierran, aunque estén cerrados. Lugares donde el tiempo bebe de pie, apoyado en la barra del recuerdo; que aún huelen a tabaco negro, vermú y tertulias infinitas.
Está, por ejemplo, Los Galayos, que todavía abre sus puertas cada día con puntualidad castellana. Allí estuvo Lorca, con su sonrisa gitana, pidiendo una ronda para la Generación del 27. Alberti, el marinero sin mar, Cernuda con sus silencios hondos, y Salinas buscando qué amar. Se sentaban al fondo, pidiendo cochinillo y una botella honesta de Rioja. Hoy uno entra a Los Galayos y siente que las sillas todavía murmuran poemas, y que el vino recuerda los versos, como los parroquianos recuerdan viejos amores.
Está también el Café Gijón, que no es café, sino institución. Pasan décadas, guerras, y alguna paz, pero siempre queda ese rincón donde Cela, malhumorado y brillante, escribía frases que cortaban como cuchillas. Umbral aparecía después, como un dandi literario con bufanda, tomando apuntes y absenta. Allí sigue la sombra elegante de Fernán Gómez, ese actor que fue un bar entero él solo, declamando con su voz ronca. En el Gijón se bebe café corto, fuerte como la ironía madrileña, y se come poco, porque los escritores sabemos alimentarnos del aire y de los chismes.
El Chicote sigue abierto también, en la Gran Vía que fue el Broadway pobre de posguerra. Hemingway, que bebía como si el whisky fuera una novela corta, dejó allí su fantasma robusto. Ava Gardner brindaba con champán barato, pero de oro en la copa. Los camareros siguen contando anécdotas, tan reales como el hielo que enfría el Dry Martini, esa bebida que no solo emborracha, sino inspira.
Cerremos la ruta en Casa Alberto. Ese santuario cervantino en la calle de las Huertas. Aquí, Lope de Vega anduvo de aventuras sentimentales. Abre puntual, sirviendo callos y vermú de grifo con un golpe de sifón. Así es cómo se bebe la nostalgia en Madrid.
La ciudad es eso: bares abiertos, bares cerrados, escritores vivos o muertos que nunca se van del todo. La literatura en Madrid siempre fue una sobremesa larga, entre el último café y la primera copa. Y así seguirá, porque en estos bares no se bebe para olvidar, sino para recordar.