Hay personas que no se van. Que se quedan a vivir en las palabras, en los recuerdos, en una copa de vino compartida. Rafael Rincón era de esos. De los que, aunque ya no estén, siguen viniendo a los salones de vino, bajando por el pasillo a toda velocidad en su bólido de cuatro ruedas, preguntándote con media sonrisa si ese albillo lo has probado ya.
Nos conocimos hace años, de los de verdad. De los de antes. Él escribía y yo, muchas veces, estaba al otro lado de la mesa, en las ferias, en las presentaciones, en las catas donde la copa se llenaba con algo más que vino: se llenaba de conversación, de respeto, de miradas cómplices entre quienes sabemos que hay vida en cada botella.
Rafael Rincón Jiménez-Momediano fue mucho más que el alma mater de El Trotamanteles, esa revista digital donde la gastronomía se cuenta con alma, hambre y memoria. Fue un periodista de los buenos, de los que escriben desde la experiencia y la curiosidad, de los que no repiten notas de prensa. Fue también distribuidor de productos gourmet, consultor, docente en enoturismo, y siempre, siempre, un enamorado del vino y la buena mesa.
Pero, sobre todo, fue un hombre generoso. Inasequible al desaliento. Había atravesado enfermedades, desafíos, ausencias, y aun así seguía. Seguía viniendo. En su silla de ruedas, sí, pero con la cabeza alta, la palabra afilada y la sonrisa intacta. Era el Ave Fénix de nuestras ferias, el que renacía con cada salón, con cada copa bien servida.
Yo le tenía cariño. Mucho. Porque me lo dio primero él. Me lo dio sin pedirlo, sin cálculo, como solo hacen los que son auténticos. Me escuchaba, me leía, me saludaba con esa mezcla de ironía y ternura que tanto echaremos de menos.
Dicen que ahora está en un lugar mejor. Yo me lo imagino en el verdadero paraíso, pero no ese de ángeles lánguidos y manzanas prohibidas. No. El suyo tiene mesas largas, libros por todas partes, jamón ibérico del bueno y botellas sin fin. Allí estará con otros ángeles de pluma y papel, brindando con algún tinto elegante, comentando con agudeza los platos celestiales, y escribiendo –porque él no podía dejar de escribir– sobre la cocina del más allá.
Rafael no era solo un periodista gastronómico. Era un trotamundos de la palabra, un testigo de la cocina bien hecha, un defensor de lo pequeño y lo verdadero. Y aunque esta vez no vendrá físicamente al próximo salón, yo sé que estará. Lo veremos en la memoria. Lo sentiremos en el brindis. Y, quizás, alguien nos toque el hombro y nos susurre una frase suya.
Brindo por ti, Rafael. Con alma, con vino, con gratitud.