Hoy hablemos de la cena. Esa cena larga, solemne y perfectamente iluminada en Windsor, donde la historia se sirve en vajilla de plata y los discursos huelen a perfume inglés. Porque en la política, como en la gastronomía, lo importante es el menú.
El rey Carlos III recibe a Trump con una panna cotta de berros de Hampshire que parece más una metáfora de la diplomacia británica que un entrante. Ligera, verde, bien cuidada. Después llega un pollo ecológico de Norfolk envuelto en calabacín, tan correcto como una corbata de seda. Y de postre, una bomba helada de vainilla con frambuesa de Kent y ciruelas Victoria, que suena a novela eduardiana servida en plato hondo.
La bebida es otro capítulo. El cóctel oficial de la noche, un whisky sour transatlántico coronado con espuma de pacana y nube tostada, parece sacado de un guion de The Crown. Para acompañar, desfilan copas que son auténticas piezas de colección: el espumoso inglés Wiston Estate Cuvée 2016, el californiano Ridge Monte Bello 2000, el borgoñón Corton-Charlemagne 2018 y un champagne Pol Roger 1998 que haría sonreír a Churchill.
Y, como si no bastara, llegan las joyas líquidas. Un Hennessy 1912, un Warre’s Vintage Port 1945 y un Bowmore Queen’s Cask 1980 reservado a momentos solemnes. Más que vinos o destilados, son cápsulas del tiempo.
Trump no bebe, y ahí está la paradoja. Mientras el salón se llena de brindis, él permanece fiel a su vaso de agua (o quizá Coca cola). La imagen es clara: el poder se sienta a la mesa, aunque no comparta la copa.
Hubo también espacio para los matices y los susurros de pasillo. En su discurso, Trump elogió a Carlos III por haber criado a “un hijo extraordinario”, en referencia al príncipe William.
A Kate Middleton, le llegaron los piropos públicos: “tan radiante, tan saludable, tan hermosa”. Entre las mesas de plata y los brindis, se hablaba de que Kate eclipsaba con tiara y sonrisa, mientras los tabloides británicos se entretenían inventando fakes, como la foto del “momento espagueti”. Cotilleos de manual que demuestran que, en estas cenas, tanto pesan las copas como los titulares del día siguiente.
La cena fue teatro, fue ópera de plata y cristal. No un banquete más, sino un capítulo de la eterna serie que se llama Historia. Y ahí, entre pollo de Norfolk y burbujas de Sussex, quedó escrito un episodio donde la diplomacia se cocina a fuego lento y se sirve con elegancia.