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IA con denominación de origen, sabor y energía del futuro, ¿o no?

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La inteligencia artificial ha entrado en la cocina, en la bodega y en el turismo con la seguridad del camarero que nunca ha probado el vino, pero opina de todo. Dice que optimiza, predice, corrige, fermenta, aliña y te planifica la ruta gastronómica perfecta. Y mientras tanto, consume energía como si cada algoritmo tuviera sed.

Vivimos el momento más brillante y más voraz de la historia del gusto. Y, han puesto el alma del vino a cargar por USB.

Antes, el viticultor se guiaba por las nubes; hoy, por los datos. La IA mide la humedad, predice enfermedades, avisa del estrés hídrico y hasta calcula cuándo la uva se siente existencialista. Henriot ya usa cámaras para decidir cuándo vendimiar. Torres, algoritmos. Marqués de Riscal, sensores.

La vid ya no habla en susurros, sino en megabytes. Y el romanticismo del campo se ha transformado en un Excel con raíces. Si Pascal se hubiera dedicado al vino, esta sería su Fe y algoritmos.

La fermentación ya no es intuición ni oído, sino lectura de datos en pantalla.
Sensores que miden azúcar, levaduras que se portan bien bajo supervisión digital, tanques con wifi. El enólogo mira su tableta y dice: “la fermentación maloláctica se siente feliz”.
Hemos humanizado tanto a la máquina que pronto la veremos brindar.

Mientras tanto, la factura eléctrica de la bodega sube como la espuma del champán.

La cocina ya no se improvisa: se programa. Moley Robotics cocina, friega y jamás se corta.
La computational gastronomy convierte los sabores en fórmulas matemáticas: grasa + acidez + textura = placer. El placer ahora se mide en gigas.

Pero el romanticismo del sofrito se pierde entre algoritmos. Y un plato sin alma es tan triste como un gazpacho sin tomate. Que la IA te prepare la cena suena bien, hasta que descubres que también decide cuántas calorías puedes permitirte.

La IA organiza viajes como un maître de laboratorio: te sugiere bodegas, menús, playlists y atardeceres “de engagement alto”. Un plan perfecto, sin errores ni improvisaciones. Solo falta una cosa: el alma. IA en la gastronomía y el vino

En Dubái, un restaurante llamado Chef Aiman diseña platos y ambiente según tu expresión facial. Maravilloso, pero sin resaca ni poesía. El viaje perfecto sin anécdotas. La experiencia gourmet sin sorpresas. El turismo sin ese “no sé cómo acabé en esta taberna” que hace que la vida merezca el brindis. IA en la gastronomía y el vino

Hasta aquí, todo glamour tecnológico. Pero hay una segunda cara: la IA consume energía como un festival de drones en agosto. Según la Agencia Internacional de la Energía, los centros de datos podrían duplicar su demanda eléctrica antes de 2030, y los dedicados a IA podrían tragar hasta el 9 % de la electricidad de EE. UU..

Entrenar un modelo como GPT-3 generó más de 500 toneladas de CO₂, y cada consulta de IA gasta más electricidad que buscar en Google o abrir un buen vino blanco en verano. La IA también bebe agua, literalmente, para enfriar sus servidores. El futuro se calienta, aunque no precisamente por el cambio climático.

El progreso, ya se sabe, siempre ha tenido hambre. Pero esta vez, hambre de kilovatios.

Todo el sistema es un espejismo con glamour: la IA nos promete eficiencia, sostenibilidad, precisión. Pero también trae homogeneización, dependencia y una fe ciega en lo que “la máquina dice”. Los vinos impecables, sin defectos, ya aburren. Los viajes perfectos, sin caos, no se recuerdan. Las recetas exactas, sin error, no emocionan.

Y en medio de tanta perfección energética, alguien debería preguntarse: ¿vale la pena un algoritmo que predice la madurez del racimo si para ello fundimos medio planeta?

La inteligencia artificial tiene denominación de origen: Origen Desconocido. Nació sin terroir, sin vendimia, sin barro. Pero ya decide qué comemos, qué bebemos y a dónde viajamos. Se vende como sostenible, pero su huella de carbono es más larga que una sobremesa española.

Aun así, seguiremos brindando. Brindando por la ciencia, por el error, por el sabor humano y por los vinos que aún fermentan con paciencia y poesía. Brindando, sobre todo, porque en el futuro del gusto no falte algo tan esencial como la luz: el alma.

Aclarar que no estoy en contra de la inteligencia artificial. Sería como estar en contra del vino o de la lluvia: solo hay que saber cuánto tomar. La IA no sustituye al talento; lo amplifica, si la usas con cabeza y con gusto. Pero mientras haya una copa que brindar y una historia que contar, lo humano seguirá siendo el maridaje perfecto

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