Hoy hablemos de Churchill. No del busto de bronce ni del caballero que saluda en sellos, sino del tipo que desayunaba whisky, regañaba a Hitler desde la bañera y escribía historia con una copa de Pol Roger en la mano. Porque Winston, entendía que la épica necesita alcohol, verbo y un punto de impertinencia.
¿Café con leche? ¿Tostadas integrales? Por favor. Churchill desayunaba whisky con soda a las once, cuando los demás aún bostezaban y tú enviabas el primer mail. “Hay que tener el espíritu despierto antes de encender la mente”, decía. A su manera, fue el primer brunch power de la historia, solo que sin aguacate ni influencers.
Y después, el mundo. Porque después del whisky venía el champán. Y no cualquier burbuja: Pol Roger, el que bebió toda su vida, desde joven parlamentario hasta anciano condecorado. No era champán, era escudo, alfiler y proclama. Churchill lo bebía como quien traza fronteras, con el dedo húmedo de la copa.
Decía que la política se hace con palabras, pero se firma con copas. Así trató con Stalin, con Roosevelt, con De Gaulle. El protocolo era claro: si el ruso traía caviar, él sacaba una botella de vino de 1793. Diplomacia líquida. Un mapa geopolítico servido a 8 grados.
Y claro, las botellas caras eran para él. Las baratas, para los demás. Porque Churchill no era tonto. Si uno va a salvar Europa con traje de rayas y bulldog al pie, más le vale beber bien.
Le debía más a su “vinatero” que al sastre. 75.000 dólares actuales en vinos y champanes, decía la cuenta. Pero ¿cómo le niegas una caja de Pol Roger al señor que frenó al Tercer Reich con retórica y burbujas? Mientras otros se emborrachaban de ego, él lo hacía para mirar el suyo desde fuera.
Su madre, Lady Randolph Churchill, le educó en francés, latín y burbujeo. Lo mandó a París a aprender lo importante: no a besar, sino a brindar. Churchill no confiaba en los vinos ingleses. Demasiado húmedos. Demasiado sobrios. Él necesitaba algo que hiciera estallar la lengua como una buena frase en el Parlamento.
En 1975, Pol Roger le devolvió el favor. Lanzó la Cuvée Sir Winston Churchill, solo en los años gloriosos. Champán con cuerpo, dignidad y voz de barítono. Como él. Abrir una de esas botellas es como leer un discurso suyo con final largo y sustancia.
En su casa de campo, de Chartwell, organizaba cenas de Estado donde el mantel era mapa. Un día, usó decantadores como barcos para explicar la batalla de Jutland. Otra noche, planeó con el embajador ruso el reparto del mundo sin mapa, solo con champán y servilletas. Diplomacia de trago largo.
Bebía dos botellas al día, cinco whiskys, un brandy. Era británico y excéntrico. Era el primer ministro. Tenía la misma relación con el alcohol que con el lenguaje: lo usaba como arma cargada de ironía.
Churchill no solo ganó la guerra. La emborrachó. Fue el único que transformó el champán en protocolo oficial, el whisky en apertura de jornada y el brandy en epílogo del discurso. Lo suyo era gobernar con estilo.
Y por si el brindis fuera poco, llegaron los premios. En vida y después, Churchill fue más condecorado que una pastelería en Nochebuena.
- La Orden del Mérito en 1946.
- El Premio Nobel de Literatura en 1953, por sus discursos.
- La ciudadanía honoraria de EE.UU., cortesía de Kennedy en 1963.
- La Medalla de la Libertad en 1969, con Nixon y el hielo en los vasos.
- Y medio mundo lo hizo ciudadano honorario, por liberar pueblos y brindar por ellos.
Así era Churchill. El político que hablaba como un escritor, brindaba como un rey y bebía como si cada trago fuera una enmienda a la historia. El único hombre que salvó Europa sin dejar su copa vacía.