Los quesos raros, como las amantes discretas, son difíciles de encontrar, huelen fuerte y saben aún más. No aparecen en lineales de supermercado, sino en conversaciones entre gastrónomos de chaleco y chalina, en cavas privadas donde se guarda más fermento que champán, y en los suspiros largos del que ha comido demasiado bien. Aquí no hablamos de cheddar ni de gouda. Hablamos de pecado, de misterio y de moho. Y cada uno pide su vino. Como los hijos mimados. Como los escritores malditos.
Casu Marzu (Cerdeña)
El Casu Marzu no se come. Se desafía. Es un queso ilegal, prohibido, lleno de gusanos vivos que danzan entre la pasta como si fueran los bailarines de un cabaret de proteína. No se vende: se trafica. Su sabor es fuego viejo, humedad de bodega y pecado milenario.
Se bebe con: Noé Pedro Ximénez VORS de González Byass. Un vino viejo, dulce, casi místico. Si el Casu Marzu es una herejía, el PX es la hostia consagrada que le redime.
Milbenkäse (Alemania)
Este queso no está curado con moho ni con esmero, sino con ácaros. Sí, ácaros. Casi invisible, el proceso parece alquimia centroeuropea, cosa de monjes excomulgados. Sabe a tierra, a nuez, a castillo frío. El tipo de queso que uno come para demostrar que ha viajado.
Se bebe con: Bourgogne Rouge Cuvée Margot de Chanson Père & Fils. Un pinot noir delicado que acaricia, como si dijera: tranquilo, el bicho ya está muerto.
Halloumi (Chipre)
Queso asado. Y no porque lo pida una receta, sino porque lo exige su genética. El Halloumi cruje al morderlo. Es salino, ancestral, incombustible. Es el queso que comería Aquiles tras una batalla, con las manos sucias y el pecho abierto.
Se bebe con: Rita de Bodegas Habla. Joven, limpio, sedoso. Como esa toalla que uno necesita tras salir del mar y morder una aceituna.
Epoisses de Bourgogne (Francia)
Este queso no se debe llevar al metro. Ni al ascensor. Ni a casa, si no se está dispuesto a perder amigos. Su aroma es un puñetazo de civilización. Su corteza, lavada con aguardiente, es un escudo de nobleza degenerada. Sabe a bodega húmeda, a mueble viejo, a condesa libertina.
Se bebe con: Château Haut-Bergeron Sauternes. Dulce, dorado, lánguido. Un vino que se arrastra por el paladar como un secreto bien contado. El azúcar es aquí una caricia tras la bofetada del queso.
Pule (Serbia)
El queso más caro del mundo. Leche de burra, recogida a mano, en silencio, con miedo. Se necesitan 25 litros para un solo kilo de Pule. No es queso: es una joya. Blanco, etéreo, como si no existiera. Su sabor es lácteo, casi vegetal. Un queso para damas o espías.
Se bebe con: Sierra Cantabria Cuvée blanco. Sauvignon Blanc, Viura, Tempranillo Blanco, Malvasía, Maturana, y toda la frescura y tensión de un vino que quiere ser joyero.
Blue Shropshire (Inglaterra)
Parece un stilton en technicolor. Azul por dentro, naranja por fuera, como si Warhol hubiera dejado caer un lápiz de color sobre un queso de catedral. Sabe a humedad, a nuez, a provocación victoriana. Es el queso de los que no quieren parecer raros, pero lo son.
Se bebe con: Valdespino Moscatel Toneles. Un moscatel oscuro, profundo, que huele a pasas, a madera, a fiesta de otra época. Como el queso, es un exceso necesario.
Cabrales “El Teyedu” (Asturias)
Aquí se acaba el juego. El Teyedu no es un queso. Es un ritual. Curado en cueva, envuelto en hojas, alimentado por los dioses de la humedad. Sabe a rabia, a roca, a cumbre nevada. Se come con cuchara o con fe. No hay término medio.
Se bebe con: Sidra de Hielo Valverán 20 Manzanas. Uno de esos vinos que rezan y besan a la vez. Porque cuando el queso te atraviesa, el vino debe calmar.
No todos los quesos tienen que ser fáciles, como no todas las novelas se leen de una sentada. Hay quesos que exigen compromiso, conversación, copa larga. Hay vinos que no están ahí para acompañar, sino para contestar. Aquí, los he reunido a todos. Para quienes mastican el mundo y lo digieren con elegancia.