Yo no vengo a recomendarte destinos. Vengo a nombrar refugios. Porque la resaca no se cura: se acompaña. Se mitiga con croquetas, con libros, con acantilados o con resoli. La resaca es una patria portátil. Lo importante es saber dónde exiliarse sin perder el estilo.
Esto no es una guía de viajes. Es un mapa de supervivencia emocional. Un atlas sentimental para quienes han brindado demasiado y amanecen preguntándose quién demonios fueron la noche anterior.
Estambul: raki, simit y la fe en las contradicciones
Estambul no es Oriente ni Occidente. Es una discusión eterna entre dos espejos. Una ciudad que reza y grita al mismo tiempo. Donde puedes beber raki al atardecer y arrepentirte al amanecer, aunque nadie te lo exija.
Yo llegué con el corazón hecho ceniza y un hambre absurda. Comí simit en la plaza de Sultanahmet como si fuera un banquete. Crucé el Bósforo en ferry, con más dudas que maletas, y entendí que hay lugares donde uno no decide quedarse: se queda porque algo te retiene del cuello o del alma.
En Karaköy pedí meze, uno tras otro, como si los platos fueran amuletos. Y en un bar sin nombre, brindé con desconocidos que tampoco sabían por qué estaban ahí. Pero estábamos. Y eso era suficiente.
Estambul no me dio paz. Me dio historias. Que es otra forma de creer.
Londres: whisky, Jack el Destripador y una ONU con botas
Londres fue fiesta y niebla. Un chiste largo con acento raro y subtítulos en seis idiomas. Entre 1994 y 1999 no viví en Londres: me dejé vivir por ella. Tenía un grupo de amigos que parecía la sede improvisada de Naciones Unidas. Cada uno con su drama, su receta y su manera de reír en el idioma que tocara.
Aprendí a beber whisky como quien aprende a hablar despacio. Aprendí que en esta ciudad se hacen barbacoas aunque llueva, porque aquí el cielo no manda. Y que Sesame Street puede enseñarte a entender el mundo, incluso cuando todo lo demás te grita en cockney.
Hice la ruta de Jack el Destripador un martes cualquiera, con resaca y curiosidad, y entendí que esta ciudad lleva siglos abrazando a los que llegan sin mapa. En el metro, nadie te mira. Pero todos te entienden. Y si no, te ofrecen un té.
Londres no fue niebla. Fue luz de neón y amistad sin papeles. Y por eso, a veces, la echo de menos como se echa de menos una etapa que ya no cabe en el currículum.
Berlín: techno, currywurst y la belleza del caos
En Berlín uno puede tener resaca sin tener que disimular. Es una ciudad que ya lo ha visto todo. Que ya ha bebido todo. Que ya ha olvidado a todos. Aquí desayuné currywurst como si no me hubiera pasado nada. Y me creí. Porque Berlín es buena actriz.
En Clärchens Ballhaus bailé un vals con desconocidos que no querían saber mi nombre. Y en el Tempelhofer Feld, antiguo aeropuerto, entendí que a veces el despegue no llega. Y eso también está bien.
Berlín no me cura. Me distrae. Que ya es bastante para una ciudad.
Oporto: francesinha, vino y la melancolía con vistas
Oporto es una ciudad que huele a libro antiguo y a bocadillo caliente. Aquí uno puede tener el corazón partido y aún así pedir una francesinha con huevo, porque el hambre siempre gana. El oporto salva como quien se ríe bajito de tus dramas.
He cruzado el puente de Don Luis con la elegancia de un fantasma bien vestido. Y en la ribera, entre turistas y guitarras tristes, me bebí una copa de Batuta de Niepoort como quien firma un pacto consigo mismo: hoy no lloramos. Solo bebemos.
Oporto no me animó. Me comprendió. Y con eso, bastó para que me quedara un día más.
París: croissant, borgoña y la arrogancia bien peinada
París es una ciudad que no te quiere, pero te tolera. Como un ex que sabe que todavía la admiras. Aquí desayuné croissant con mantequilla suficiente para reescribir mi colesterol, y bebí un Borgoña en Les Deux Magots mientras discutía conmigo misma en silencio.
En Montmartre fingí inspiración, pero solo tenía frío. En Le Marais, quise enamorarme, pero acabé comprando un libro caro y una bufanda. Y en el cementerio de Montparnasse, saludé a Sartre sin saber si pedirle perdón o una copa de absenta.
París no me abrazó. Me evaluó. Pero aprobé. Con un aprobado justo y un poco de perfume en la solapa.
San Sebastián: tortilla, txakolí y el arte de no hablar
La resaca en Donosti se lleva con gabardina. Se desayuna tortilla en el Zabaleta como quien recita un poema en voz baja. Y se escoge txakolí con la precisión de quien ha vivido mucho y contado poco. Yo suelo alternar entre el K5 y el tinto de Hiruzta, dependiendo del grado de melancolía y de sal en el aire.
Aquí no hace falta hablar. El Cantábrico te mira. Y tú asientes. Como quien pide perdón sin abrir la boca.
San Sebastián me ha visto caminar sola, con el cuerpo roto y los pies secos. Porque aquí incluso el naufragio es seco. Aquí uno se cae hacia dentro.
Cuenca: sin carnet, pero con escapatoria
En Cuenca he estado varias veces. Sin carnet de conducir, y con la paciencia de quien espera un tren que le devuelva otra versión de sí misma, o conducindo su propio coche. Allí me refugio como quien se esconde detrás de un poema.
He comido morteruelo con resaca de lunes. He bebido resoli con fe de domingo. Y me he perdido por el Museo de Arte Abstracto como si alguien me esperara al final del pasillo con un abrazo que nunca llega.
Cuenca no ofrece redención. Pero sí silencio. Y hay mañanas en que eso es más que suficiente.
Madrid: callos, vermú y un pendiente menos
Madrid en mi ciudad, y me ha abrazado más veces de las que merezco. Y yo le he devuelto el gesto como he podido. En García de la Navarra, las croquetas se deshacen como cartas que nunca mandaste. Y en El Fogón de Trifón, los callos no se comen: se disfrutan.
Trifón, ese hombre que con sus abrazos me ha hecho perder más pendientes que ninguna historia de amor. Lo digo con orgullo. Porque hay cariños que no necesitan palabras. Solo buen vino y un mantel limpio.
En la Cuesta de Moyano, compré un día un libro de Cernuda con resaca, y me senté a leerlo como si me estuviera curando. No lo hizo. Pero me sostuvo. Que ya es bastante.
No sé cuál será tu mapa. El mío tiene forma de copa. Y nombre de ciudad con eco. Yo viajo para ver cosas. Y para perderme en los sitios que ya conozco. Para volver a Estambul, a Cuenca, a Madrid, y comprobar que todo ha cambiado menos yo.
La resaca no se cura. Se cultiva con elegancia.
Y si es con vino bueno, croquetas y libros de segunda mano, quizá incluso se celebre.