Parece fake news, pero no lo es. Los griegos, los mismos que nos dieron la democracia, el drama y la palabra “oenóloga“, creían que beber vino sin mezclar era cosa de bárbaros. Y lo decían en serio. El vino puro, sin rebajar con agua, les parecía tan heavy como ponerte un cubata de ron directamente del alambique.
Pero ojo, que el agua no era cualquiera. Muchas veces era agua de mar, o al menos agua salina. Y si ahora estás haciendo muecas, piensa en un vermut con aceituna o en un Bloody Mary: el salado también tiene su punto. Ellos sabían lo que hacían.
Los vinos griegos de la época eran bastante más densos, más dulces y mucho más alcohólicos que los actuales. Casi como si un Pedro Ximénez y un vino tinto potente hubieran tenido un hijo sabio y algo salvaje. Se fermentaban en grandes vasijas de barro llamadas pithoi, muchas veces enterradas hasta el cuello. Allí el vino se cocinaba a sol y sombra. No es raro que les apeteciera rebajarlo.
Además, solían aromatizarlo con resina (de ahí viene la retsina griega actual), miel, hierbas o especias. Era un vino que se masticaba. Que llenaba la boca y la cabeza. Y que, sin un poco de agua para aligerar, podía hacerte ver a Dionisio bailando en tu escote.
Hoy, los vinos griegos han cambiado tanto como sus ruinas. Siguen teniendo esa personalidad mediterránea y solar, pero ahora son más frescos, más limpios y muy interesantes. Si quieres empezar por algo, prueba un Assyrtiko de Santorini: blanco, mineral, con acidez afilada y alma de volcán. O un Moschofilero, que huele a flores y a tardes largas en el Egeo. O un vino naranja de maceración, para reconciliarte con tus dioses interiores.
Y no, ya no hace falta echarle agua de mar. Pero si se te cae una gotita de sal al brindar, no pasa nada. Estás honrando una tradición de más de 2.500 años. Y eso, querido, también es beber con historia.
Porque lo bárbaro no es beber vino solo. Lo bárbaro es no saber por qué lo hacemos.