Hoy quiero hablar del vino. Del vino y de la noche. De las hogueras que saltan las muchachas del litoral. Mientras el mundo, ese mundo con mayúsculas que a veces nos olvida, se desangra en titulares. Yo he venido a hablar de los fuegos que no matan, de los que iluminan. Porque hay otros, sommelier de lo cotidiano, que siguen quemando el mapa por los bordes.
Las bombas sobre Irán. El sofoco diplomático de los que miran hacia otro lado mientras al planeta se le chamusca el flequillo. Los telediarios crujen, pero aquí, entre copa y copa, la vida se conjura. Porque mientras algunos juegan al Risk nuclear, nosotros jugamos a otra cosa: a ver quién cata primero el nuevo godello de Godeval, en su fiesta del solsticio con música en directo, aromas y mujeres que saben a qué huele el granito mojado.
Y hablemos de aromas. Porque la fiesta del vino es ya un idioma. En Zaragoza se está celebrando Gastro Garnacha, y allí una no pide “una tapa”, sino un manifiesto líquido en favor del terruño. Las barras arden, pero no por geopolítica: arden de garnacha vieja y de chistorra con posdata.
Yo estuve, en la fiesta pagana del Sepulcro de Huerta Montero. Allí el vino se eleva como plegaria prehistórica. Se brinda con las estrellas y se le canta a la diosa uva con guitarras eléctricas. Esto no es una bacanal, es resistencia. Es decirle al mundo que antes de ser noticia, una prefiere ser brindis.
Porque mientras usted lee esto, el telescopio Webb ha retratado una supernova muerta hace siglos, un cadáver celeste que aún brilla. Y yo, romántica perdida, creo que eso es exactamente el vino: una muerte fermentada que resucita en la copa. Una elegía que embriaga.
La ciencia avanza, sí. Vendajes de seda de araña, acero verde, apps que curan heridas y coches que funcionan con entusiasmo. Pero lo que de verdad cura, créame usted, es un albariño en una terraza cuando se hace de noche. Eso y los picnics entre viñas que organiza Finca Calderón, donde el único algoritmo que importa es el del amor al tempranillo.
En Sitges, las flores del Corpus se pisan con respeto y se maridan con moscatel. En los Pirineos, las niñas del fuego bajan con teas encendidas y en los pueblos se sirve vino caliente con clavo, porque el solsticio no se celebra con champán ni cava sino con lo que arde por dentro.
Y mientras las mujeres de Albacete llenan calderos de ajo mataero y se preguntan si esta vez sí lloverá en la vendimia, Bruselas discute sobre el futuro de las aduanas como si fueran poemas. Yo las entiendo. Porque cruzar una frontera es, en el fondo, lo mismo que cruzar el umbral de una bodega antigua. Hay que hacerlo con respeto.
Queridos lectores, lo confieso: he venido a hablar del vino porque es mi manera de entender el mundo. Un mundo que se tambalea entre misiles y tartares de trucha, entre inteligencia artificial y garnacha centenaria, entre algoritmos y bodegueras con voz.
Este verano, la tapa es patrimonio, el vermut es geopolítica líquida, y la única guerra que tolero es la Batalla del Vino en Haro. Aquí las camisas blancas acaban tintas y las enemistades se resuelven con risas y rioja joven. Que aprendan en la ONU.
Y si a usted le parece frívolo hablar de esto mientras el planeta se calienta y las potencias se enfrían, entonces, tómese un buen vino. Y mírelo todo desde ahí. Desde ese lugar donde el mundo, por fin, tiene sentido.