En una calle anodina del Eixample barcelonés, tras una fachada que no dice nada, ocurre un pequeño milagro todos los días. Hombres con chaqueta blanca y mirada precisa manipulan ingredientes con la delicadeza de quien lee poesía en voz baja. No están curando enfermedades, no están redactando tratados. Su superpoder es cocinar a la perfección.
Pero hacerlo, como ellos lo hacen, es otra cosa.
Disfrutar es un restaurante, sí. Pero también es una declaración de intenciones. Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas no querían ser famosos. Querían explorar lo que sucede cuando tres mentes entrenadas en la anarquía controlada de El Bulli deciden que aún no lo han dicho todo.
Su historia ahora tiene una pantalla.
Plat en blanc —dirigido por Ramon Pardina y Alan Fàbregas— no es el típico documental gastronómico que nos enseña platos bellos bajo música envolvente. Es un retrato, casi clínico, del esfuerzo humano que se requiere para crear arte comestible todos los días, sin bajar la guardia. Como si trabajar por alcanzar la perfección fuese una vocación religiosa.
Conocí a otros hombres así en otros rincones del mundo. Músicos cubanos, talladores de marfil, cirujanos rurales en Uganda. Todos ellos tenían algo en común: un talento cultivado con años de dedicación silenciosa, una fe casi irracional en que lo bello todavía importa.
Los tres chefs de Disfrutar no se parecen entre sí. Uno es racional y metódico. Otro tiene algo de inventor. El tercero —como sucede en los tríos que funcionan— observa con la calma de quien entiende que el todo es más que la suma de las partes.
En el documental, hay una escena reveladora. Es de noche. La cocina ha cerrado. Y los tres discuten en voz baja sobre un plato. No se trata del sabor. No se trata de la presentación. Se trata de si emociona o no. Es esa búsqueda —emocionar a través de una trufa, una esferificación, una idea— lo que los ha traído hasta aquí.
La culminación llega en The World’s 50 Best Restaurants, la gala más influyente del planeta gastronómico. Es en Las Vegas, donde las luces y las cámaras se confunden con las expectativas y los egos. Ellos están allí, con el traje apretado, con esa expresión contenida de quienes han ensayado la derrota tantas veces que la victoria los deja fríos.
Y entonces sucede.
Disfrutar es declarado el mejor restaurante del mundo. La cámara no se detiene en la ovación, sino en sus ojos. No hay saltos ni gritos. Solo un silencio emocionado. Como si hubieran comprendido que lo logrado no es el premio, sino haber recorrido ese camino sin haberse perdido.
En tiempos de velocidad, de ruido y de cinismo, ellos cocinan. Con tiempo. . Con memoria. En Plat en blanc, uno de ellos lo dice sin metáforas: “Nuestra cocina no es para impresionar, es para conmover”.
Y uno cree, al oírlo, que tal vez todavía haya esperanza.
La cocina, como la literatura, puede ser una forma de resistencia. Contra la mediocridad, contra la prisa, contra el olvido. Lo que hacen en Disfrutar no es replicable. No es escalable. No es una marca para franquiciar. Es un acto íntimo, reiterado, de fe en lo que aún puede ser perfecto.