Un propósito no es un objetivo. Parece una diferencia pequeña, pero, como bien señala Rafa Díaz Cruz, en su artículo en Management Canalla, entenderla puede cambiarlo todo. Muchas personas confunden estos conceptos y terminan frustradas antes de acabar enero. No porque sus aspiraciones sean irrealizables, sino porque las abordan desde un punto de vista demasiado rígido.
Un objetivo es como una línea de meta estricta. O llegas, o no llegas, sin puntos intermedios. Es concreto y medible, pero también inflexible. Por ejemplo, perder 10 kilos, escribir un libro o dejar de fumar. Suena motivador, ¿verdad? Pero también puede sentirse como una presión innecesaria. Como un examen constante donde solo existen la nota perfecta o el suspenso.
En cambio, un propósito es como un faro en el horizonte. No te exige llegar a un punto exacto, pero te guía hacia un destino valioso. Es más amplio, más generoso. Un propósito sería “voy a moverme más y cuidar mi cuerpo” en lugar de “voy a correr 10 kilómetros todos los días”, y más, si nunca lo haces.
La verdadera magia de un propósito es que no se centra tanto en el resultado como en el proceso. No se trata solo de lo que consigues, sino de cómo te transformas al intentarlo.
Por ejemplo, si decides que quieres perder 10 kilos y solo logras perder 6, ¿eso es un fracaso? Desde la óptica de un objetivo, quizás sí. Pero si tu propósito era mejorar tus hábitos alimenticios y hacer más ejercicio, cada pequeño paso que diste es una victoria.
Los objetivos son como esculturas de cristal: bonitos, pero frágiles. La vida, con su caos y su imprevisibilidad, tiene la habilidad de derribar hasta los planes mejor diseñados. Si tu meta es demasiado rígida, cualquier contratiempo puede parecer una derrota.
Un propósito, en cambio, es más parecido a un árbol joven: puede tambalearse con el viento, pero sigue creciendo. No importa si avanzas rápido o lento, mientras no pierdas de vista la dirección.
La motivación es un recurso limitado. Cuando está atada exclusivamente al resultado final, se agota con facilidad. Si decides que vas a correr una maratón y te lesionas, tu entusiasmo puede desmoronarse. Pero si tu propósito es simplemente disfrutar del acto de correr, un contratiempo no te detendrá.
En lugar de abandonar, te adaptas. Encuentras otras formas de mantenerte en movimiento, porque lo importante no es el destino, sino el viaje.
Otra gran diferencia es que los objetivos suelen estar influenciados por las expectativas externas. “Voy a ganar más dinero” o “voy a tener un cuerpo de portada”. Estas metas a menudo buscan la aprobación de los demás.
Un propósito, en cambio, es más íntimo. Es para ti, no para la audiencia. Podría ser algo como “voy a disfrutar más del día a día” o “quiero sentirme mejor conmigo mismo”. Este enfoque no busca aplausos ni validación, sino esa sonrisa de satisfacción cuando te miras al espejo.
En absoluto es débil. Débil es conformarse, no aspirar a mejorar. Débil es vivir sin rumbo, sin una brújula que te guíe. Hacerse propósitos requiere valentía: mirar hacia adelante, identificar lo que quieres cambiar y avanzar, incluso cuando no es fácil.
Porque al final, los propósitos no son solo sobre lo que logras. Son sobre la persona en la que te conviertes mientras trabajas por ellos.
Entonces, ¿qué prefieres? ¿Medir tu vida por una lista de metas cumplidas o disfrutar del camino, sabiendo que avanzas hacia lo que realmente importa?
No se trata de ganar o perder, de triunfos o fracasos. Se trata de evolucionar, de mejorar, de seguir adelante. Al fin y al cabo, eso es lo que realmente cuenta.
Al final, los propósitos no son sobre lo que consigues. Son sobre en quién te transformas en el camino.